París es una tumba. Literalmente, un centenar de tumbas. La ciudad está apagada aún en las primeras horas de la mañana. Al lado del Sena una pequeña se anima a saltar por el laberinto. Una que otra pareja apuesta todavía al amor y cierra su candado sobre el puente que desemboca en el paseo de Las Tullerías. Abajo el río tiene las aguas quietas. Ningún barco asoma. Al final del puente el hombre de las castañas calientes sabe que será un día de poca venta.
París es una tumba. Huele a muerte. El mozo de Angelina sirve un café y trata de derramar tranquilidad en español: "No pasa nada, aquí no pasa nada", repite el hombre que hace tiempo dejó Galicia en busca de un mundo mejor. Al frente de la señorial e histórica confitería los guardias cierran Las Tullerías. "Allez, allez", repiten y no dejan pasar a nadie. El camino hacia el Louvre es un páramo y a sus espaldas, hacia Les Champs Elisees, un desierto. El puñado de chiquillos abandona los juegos y vuelven a las seguras manos de papá o mamá, que emprenden la retirada. Una decena de policías contradice al gallego de anteojos que sonríe mientras sirve otro café.
París es una tumba. Más de 10.000 hombres y mujeres con armas largas son los nuevos habitantes de las calles. Hasta los mendigos brillan por su ausencia. Las risas y las "selfies" que se oían en cada metro, a cada minuto no se oyen. Las sirenas de la Policía vuelven a sonar, de tanto en tanto. En las puertas de la plaza de la Concorde, la Asamblea Nacional no tiene las cabezas blancas de los contingentes que a diario merodea por la zona. Jóvenes soldados vestidos de verdes los han reemplazado. No empuñan las cámaras de fotos ni esas manos largas que ahora sirven para "alargar" las autofotos. Empuñan armas largas para defenderse de no saben qué. Aunque el Estado Islámico se haya adjudicado los atentados y haya prometido más ataque, nadie tiene claro qué hacer.
París ya no es una fiesta como disfrutaba Hemingway. Es una tumba. El parisino parece aturdido. Está entre disimular un "aquí no ha pasado nada y el show debe continuar" y la precaución de no arriesgar nada. "Para ir al aeropuerto, mejor un taxi. El metro pasa por abajo de todos los lugares que pueden ser blanco de ataques", advierte la conserje del hotel. El taxista está tranquilo y sorprendido, aunque desahuciado. Las calles se han vaciado. Por el viaje que suele costar hasta 60 euros esta vez cobrará menos de 50 euros.
Cuando pasa frente al Stade de France se suelta: "no siento miedo, ya nos estamos acostumbrando a estas cosas", dice mientras el acelerador de su Toyota va más a fondo. Llega a 129 km/h y afloja porque llega un túnel. "No entiendo tanta intolerancia, mis hijos van a una escuela con muchos musulmanes que no quieren festejar la Navidad como a nosotros nos gusta y sin embargo, nosotros les enseñamos a nuestros niños a respetar sus ideas". No dice mucho más. Sale del túnel y vuelve a apretar el acelerador. Los parisinos suelen ser parcos, más aún con el extranjero al que le exigen un acento francés prolijo, pero hoy, este día después nadie quiere hablar, como cuando uno se para ante una tumba.